martes, 24 de marzo de 2015

VIDEO -UN INVITADO ESPECIAL-Villavicencio Historia de su formación como Departamento del Meta.



DE LOS DOCUMENTOS CONSULTADOS Y ACERCAMIENTO CON LOS PROTAGONISTAS.

Publicación exacta del historiador y Comunicador Social comunitario, miembro de la Academia de Historia del departamento del Meta, quien expone en el video.

Lágrimas de reminiscencias

Por: Oscar Alfonso Pabón Monroy/ Comunicador Social comunitario
Fotos: FAFO-Fundación para el archivo fotográfico de la Orinoquia.

Al entrar los años novecientos Villavicencio era una pequeña aldea asentada al pie del cerro que cuarenta y ocho años después, por obra del padre Eliseo Achury y de los feligreses, sería dominado por la estatua de Cristo Rey; no se extendía más allá de tres o cuatro cuadras alrededor del parque central.

Por los contornos había mucho monte y era común mariscar cajuches en las mismas calles. Buen cazador, con s y con z, resultó el bien recordado padre Mauricio de quien junto con otras personas la ciudad está en deuda, como forjadores de progreso y civismo en épocas pasadas.

La vida aldeana era tranquila y rutinaria, de cuando en vez llegaban familias nuevas con intenciones de quedarse, o personajes importantes que hacían escala de paso para el llano, como los congresistas confinados –encabezados por el después presidente de la República Miguel Abadía Méndez- quienes bajaron en destierro político para Orocué, puerto para el que también cruzó en la década del veinte, José Eustasio Rivera a ejercer su profesión de abogado.


Las viviendas se construían con adobe y bahareque, cubiertas –las de dueños con holgura económica- con astillas de madera sobrepuestas y las de los pobres con hojas de bijao o palma de maraya.

CALLE REAL
El mayor índice de mortalidad entre los habitantes lo causó una serie de males populares como: fiebres perniciosas, la buenamoza, el colerín, cólicos misereres y gripas; otros murieron simplemente “de repente”.

Todos tuvieron su última morada, en el antiguo cementerio del que algunos fueron desalojados para construir años más tarde la escuela Francisco de Miranda, parte de la avenida del Llano y el colegio Centro Cultural.

En esos tiempos los niños recibieron educación primaria pública en la escuela de varones, levantada en el lote del edificio de la gobernación, y las niñas en la escuela de las hermanas de La Sabiduría que continúa en el mismo lugar, edificación que conserva en su primera planta, por fortuna, su arquitectura original.

Como relativamente todo era tranquilo, el lugar no necesitaba de una organizada fuerza policial, un pequeño grupo de voluntarios o policías cívicos, armados con pedazos de varilla de hierro, guardaron la paz hasta que a raíz del homicidio cometido por Alcides Galvis, “el caratejo”, quien en 1922 de un balazo eliminó a Oliverio Reina.

Entonces llegó refuerzo uniformado a controlar los ánimos despertados por este hecho, que incluyó corte a las líneas telegráficas.
Durante varios años funcionó la cárcel de varones en los patios de la alcaldía, y la de mujeres en el lote que ocupa la escuela Concepción Palacios.
Sin lugar a dudas uno de los barrios más antiguos de “Villavo” es El Espejo –sector de la Beneficencia-, por allí en los años veinte se instalaron las primeras chicherías, cuyas propietarias eran las señoras Benilda, Peregrina, Mariana y Leonarda.

En esos negocios se congregaban los señores a hacer tertulias. No es nada extraño que algunas damas acudieran –a escondidas- a tomarse sus chichitas.
Apunta Rafael Mojica G en su cuento Juanita Campanas, que “en el Llano fundan los pueblos los conservadores y los curas y los hacen progresar los liberales y las putas”, lo anterior para contar que nuestra capital tuvo oficialmente su zona de tolerancia por el año 29, se denominó El pedregal y quedaba al otro lado del caño Gramalote –o comúnmente “caño picho”.

No quiere decir que anterior a este territorio, algunas damiselas no les prestaran sus servicios a los solteros y a los casados infieles del pueblo.
Quizá los mejores clientes de “El pedregal” llegaron a ser los llaneros que concluían acá sus agotadores viajes de vaquería, iniciados cuarenta y más días atrás en Arauca y Casanare. Después de tanto trabajo merecían esparcimiento, licor y lo más importante: cambio de monturas por otras más complacientes.
Parece ser que como medida para provocar desarrollo urbano, la zona de tolerancia se trasladaba a sectores periféricos del pueblo, con nombres populares para nada relacionados con su actividad.

Así el pueblo tuvo “el platanal” y “el guayabal”, en esta última ubicación fue todo un personaje “la medio mundo”, mujer de quien se especulaba por aquellos días, que pagaba para que le llevaran muchachos vírgenes para ella dejarlos sin lo último.

Famoso también resultó el kiosco bailadero “Las mechudas”, negocio que desapareció por un incendio ocurrido en una Semana Santa, incidente muy lamentado por la asidua clientela masculina. Allí, muchos jóvenes bien la pasaron de lo rico con las “mujeres malas”, despilfarrando la fortuna de sus familias.

Muy colaboradores con las causas patrióticas fueron las damas de Villavicencio, ya que en colecta pública obligatoria –no anunciada- durante unos bazares en el parque central, el Tesorero municipal recaudó, mejor dicho confiscó, las prendas de oro: zarcillos, cadenas, etc., que las señoras lucían elegantemente en tal evento.
Dichas joyas fueron al Tesoro Nacional para comprar armas durante el conflicto de Colombia con Perú, en el año 1932.

Siguiendo con el tema de la guerra, en la violencia desatada en los cincuenta, el ciego apasionamiento político causó en la localidad meses de tensión y muchos muertos liberales en las calles.
Se pusieron de moda los destierros bajo sentencia y las bombas, arrojadas a las viviendas de los pocos ciudadanos seguidores de esa ideología que quedaban en el poblado.

Por motivos de censura nacional solo circuló El Siglo, periódico que era anunciado por una fanática vendedora, quien calle arriba y calle abajo gritaba ¡ el santo Siglo, el santo Siglo!.

Cierto día de 1928, los provincianos moradores asombrados vieron arribar el primer avión conducido por el capitán Camilo Daza, aparato que aterrizó en los potreros de El Barzal.

Tres años después, apareció rodando por las calles que circundan el parque central, un automóvil que desde Bogotá llegó desarmado, pues la carretera quedó abierta en 1936.

Este vehículo fue armado y conducido por Gabriel Becerra. Por algunos centavos los parroquianos podían montar y disfrutar de una vuelta al parque.

Durante varias décadas la población tuvo su personaje leyenda. En torno a él la habladuría popular tejió una serie de historias fantásticas, que concluían con la hipótesis de que don Chocho López, nombre con el que se le conoció, tenía pacto con el diablo, debido a la gran riqueza que poseía, principalmente casas y terrenos.

Este señor, oriundo posiblemente del Oriente de Cundinamarca, montaba una mula –animal del que se decía ser el único conocedor del sitio en donde su dueño enterraba oro y dinero efectivo.

Vestía ropa de dril (pantalón y saco), franela de algodón y sombrero sembrado hasta la frente. Montaba con las manos puestas sobre la cabeza de la silla. Recorría al monótono paso animal, calles y los caminos que llevaban a sus diferentes potreros suyos, por las vías a Caños Negros y a Restrepo, en los cuales hoy se levantan barrios como el Veinte de Julio y Caudal Oriental, entre otros. 

Gracias el padre Mauricio –de origen francés- los villavicenses vieron cine mudo en un improvisado teatro que quedaba en los patios de la casa Monfortiana, hoy Banco de la República, el cual llevó el nombre de Verdún.

Posteriormente, el turco Miguel Salomón abrió el Teatro Real, que años más tarde se llamó Iris. Y saltando a los años sesenta, la juventud pudo –gracias a don Manuel Calle Lombana- vibrar con las películas de sus ídolos precursores del movimiento rock, proyectadas en la pantalla del teatro Macal. Algunas veces se pagó la entrada a cine con tapas de Pony Malta.

Teatro Cóndor

Eran esos sanos tiempos los mismos de los matinés y empanadas bailables al calor de Coca Cola con ron, de los paseos al caño El Buque a traer sarrapias, al río Guatiquía, a Pozo veinte, a la Tina, y a comer golosinas en las panaderías La Granjita y el Noventa y Tres.

Épocas de las grandes reuniones sociales y políticas en la Quinta Villa Julia y en el grill del Hotel Meta. De los marciales desfiles estudiantiles en fechas
Patrias a los acordes de las marchas ejecutadas por la Banda Santa Cecilia o Departamental, dirigida por el maestro Pedro Ladino.
Tiempos de las solemnes procesiones de Corpus Cristi, con altares vestidos en las principales esquinas del centro, en los cruces de la calles de las Funerarias, Notarías, Puñaladas, Talabarterías y Resbalón.

Fuente oral: Sebastián Pabón H.


*Nota: este texto se publicó por vez primera en la Revista Trocha, edición # 171, mes de abril de 1990. Después, en la publicación Historias Arrebiatadas, de mi autoría y patrocinada por el Instituto de Cultura y Turismo del Meta, año 1994.



Teatro Cóndor -Se observa en su edifico y el nombre arriba, existía una terraza donde funcionó la peluquería Anisley antes de pasarse al local continuo al teatro Iris.

Publicado por: Ana Margarita Rodríguez Devia.
Integrado 1-Licenciatura en Educación Artes Plásticas-Villavicencio.




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